miércoles, 27 de junio de 2012

Hacia Bolivia

Los dos pos (sr. Mon y Pum) se fueron a conocer Humahuaca antes de la fecha pactada para cruzar juntos la raya. Oki y yo no nos podíamos mover, porque esperábamos él una encomienda de su mamá y yo mi mochilota con todas mis cosas que les había dejado a mis amigos en Tucumán, pensando que regresaría luego de hacer Catamarca. La caja de oki llegó con apenas unas horas de retraso y la mía tardó casi un día más, porque en la terminal de Tucumán se tomaron todos los feriados de semana santa, incluyendo el sábado, cosa que para mí hasta ese momento era impensable. Asique pasamos toda esa tarde comiendo los exquisitos huevos de pascua que había mandado la mamá de oki, mientrsa yo inventaba sin para historias sobre una alergia gravísima que tenía, para conmover a la gente de la terminal y que convencieran a los choferes de que despacharan mi mochila con la medicación y la pomada cuanto antes. Finalmente llegó como cuatro horas antes de lo previsto, pero a las cuatro de la mañana, por lo que no la tuve como hasta las diez como me habían dicho. Igual aprovechamos el tiempo en despedirnos de amigos, sobre todo de zipo, otro cordobés chuleadazo que había acompañado a oki en la primera parte de su viaje. Ninguna despedida termina temprano y esta no fue la excepción, aunque ya teníamos ganas de estar en un lugar diferente desde que habíamos bajado de la peregrinación y habían empezado los feriados de semana santa.
Como si los pos lo hubieran intuido, dos segundos antes de abandonar el histórico camping del gran tilcara, nos empezaron a llover al celular listas detalladas de las pertenencias que se habían olvidado y los posibles lugares donde las encontraríamos. Asique, como si esos cinco días de demora no me hubieran puesto lo suficientemente intranquila por la encomienda que venía con mi compu, mi pasaporte y mis dólares, además de todas las otras cosas, demoramos veinte minutos más en el operativo repatriar los objetos perdidos de los pos.
En la terminal me reconocieron y me preguntaron por la alergia, ahora me la curo seguro les dije y aproveché para pedirles que me dejaran pasar a su oficina a buscar la pomada y ponérmela. Desesperada y dormida como estaba encontré todo en cinco minutos y redistribuí lo necesario, sin permitirme buscar el perfume que tantas ganas tenía de ponerme. Estábamos apurados porque teníamos que llegar a la quiaca esa tarde y yo había convencido a oki de llegar a dedo.
Nos plantamos en la estación de servicio y contrario a mi pronóstico tardó más de dos horas un camionero en llevarnos. Como en casi todas mis experiencias, nos levantó el mejor que nos podía tocar. Era un boliviano que había vendido el lote que había heredado y vivía en argentina hacía más de veinte años. Se había comprado un camión que él mismo manejaba y aprovechaba para viajar y conocer. Amo los camiones, si fuera por mí me movería sólo en ellos pero a veces no sale, le conté. A él también le encantaba llevar gente, porque le gustaba la vida de los viajeros y se arrepentía mucho de no haberse animado a hacerlo cuando se fue de Bolivia. Eran otras épocas, muy peligroso y no lo hacía tanta gente, me contó. Además nos explicaba todo, la agricultura y economía de la zona. Yo le conté la misma historia que le contaba a todo el mundo, cuando en mi primer viaje a la región me ofrecieron milanesa de llama como plato típico y me horroricé, y una chola muy irónica me preguntó si comía las empanadas de carne del mercado y cuántos kilómetros hacía que no veía una vaca. Se cagó de risa como todos.
El peor dedo de mi vida, el único medianamente malo, había sido hacía un mes aprox, con mis amigos los tucus desde tafí del valle a amaicha. Después de esperar más de tres horas al mediodía con el sol del altiplano achicharrándonos toda la piel y eufóricos de
insolación, un viejito lleno de pelo blancos en la cabeza y brazo y acento anglo, había parado su auto importado para preguntar para que lado quedaba cayafate. Yo le había indicado y mangueado, obvio. Medio desconcertado dijo que sí y subimos (como no puede ser de otra manera con todos nuestros petates desparramados y dos músicas distintas en dos celulares distintos en las manos). El señor nos miraba sobresaltado y asustado. Apagamos las músicas y se empezó a escuchar una como de misa que era la suya. El camino estaba lleno de curvas, subidas y bajadas y nos dijo que nos pusiéramos el cinturón de seguridad porque el peligroso y una vez él había tenido un accidente gravísimo. Y nos empezó a contar la historia, toda tétrica y macabra de cuando se le había muerto la esposa en ese accidente gravísimo. Lento, pausado, transpirado y macrabo. A nosotros nos daba risa porque estábamos bastante insolados, pero igual advertíamos su energía densa. Cada vez que había una curva se desintonizaba la emisora y hacía la música religiosa más tipo fúnebre. Lo peor fue cuando contó que le había puesto gas al auto importado y no tuvimos más dudas de que estábamos en manos de un desequilibrado. Cada vez que la tucu y yo, que íbamos atrás, nos movíamos o nos decíamos algo, él disminuía la velocidad, se daba vuelta para mirarnos a ver qué hacíamos. En las bajadas apagaba el motor, porque creería que así economizaba. Cuando se empezó a quedar sin gas, en vez de pasarlo a nafta, siguió prendiéndolo y apagándolo hasta llegar a una estación. Al tucu le contó la historia de su vida y de qué mal la había pasado en todas las enfermedades que había tenido, porque era hombre, motivo por el cual el tucu se convirtió en su defensor cada vez que la tucu y yo nos acordábamos y nos cagábamos de risa. Las demás todas buenas experiencias, como la de este señor que nos fue contando sobre Bolivia mientras nos acercábamos a ella.
Nos dejó en un cruce entre nuestra ruta y la que lo llevaba a su mina de carbón. Pero antes nos habñló maravillas de Potosí (su ciudad) y del tío, que es quien acompaña y protege a los mineros que lo tributan. Nos contó que la primera vez que había vuelto a saludar a su familia, una noche vio una luz dorada vertical, desde el piso hacia arriba en el cerro y se asustó. Al día siguiente contando y preguntando, le habían dicho que era un señal del tío, que lo había elegido para mostrarle donde había oro, que sólo él lo veía; que debía ir con su tributo (chupi y coca) dejárselo y poner una señal, al día siguiente ir solo y sacar el oro. Nuestro amigo manifestó que ni en pedo entablaba amistad con el diablo y mucho menos por su oro, asique nunca más había mirado ese cerro de noche. Yo estaba más que maravillada con semejante historia y quise ver que le pasaba a oki, pero este estaba inmutable detrás de sus anteojos, miré por abajo y dormía el culeadazo. Nos despedimos, yo le quise regalar una de las billeteras recicladas que hago o un dibujo en agradecimiento, pero ni aceptó ni me dejó que se los enseñe siquiera.
Varados en tres cruces estuvimos fácil cuatro horas, odiados, en frente del puesto de gendarmes que revisan a todo el mundo que toma esa ruta en una u otra dirección (desde o hacia Bolivia). Nosotros fuimos un caso especial y creo que los desconcertamos. El camión nos dejó a unos metros hacia la derecha paralelo a su puesto y de alli caminamos hasta dos o tres pasando su puesto y creo que no supieron si les competía revisarnos o no, por eso no nos dejaban de mirar. Yo me acordaba la primera vez que había estado en ese control con mi amiga la fotógrafa de pelo fuxia y del gendarme que se le había dado por revisarle uno por uno sus miles de rollos mientras se hacía el simpático; y agradecía la confusión y nuestra libertad.
Cuando empezamos a vivir la hora número cinco sin que nadie nos levante en esa ruta desierta para llevarnos a la quiaca, le informé a oki que ya estaba harta, que iba a sacar mi perfume y jugar un poco con las cosas que había estado esperando. Oki asintió y abrió su mochila también. Yo encontré mi perfume y él encontró el de él, boludeamos un rato y los intercambiamos, ambos nos pusimos los dos mientras los gendarmes nos
miraban y buscaban algo para decirnos. Ya nos habían hecho cambiar de lugar dos veces y a mi me habían dicho que me sentara más alejada de la ruta. Con oki planeábamos trampas para matarlos sin dejar huellas. Después del perfume saqué los libros, después los lápices de colores y el cuaderno de dibujar, cuando me aburrí las dos remeras para hacer cambio de vestuario si quería; me sentí transpirada y desarmé toda la mochila hasta encontrar las toallitas húmedas de limpiarle el culo a los bebes, me lavé la cara con eso y le ofrecí una a oki que le encantó la idea. Solo cuando me faltaba sacar de la mochila las ojotas, la toalla, el snorkel y la hamaca que llevó para cuando llegue al caribe y quizá la pollera hindú, a lo lejos se vio un micro. Lo paro? Dijo oki, ansioso por irse. Yo pago diez le dije, e incrédula de que iban a hacer semejante descuento empecé a guardar con toda la paciencia del mundo; era como si jugara a que nos iban a descontar tanto y llevarnos después de cinco horas de nada. En menos de un minuto me hizo seña de que nos íbamos, y yo tenía todo TODO TODO TODO desparramado, que con el pánico esénico, la gente que apuraba desde arriba, los choferes que estarían cansados y querían llegar, los gendarmes que miraban, el bus estacionado en el medio de la ruta, la curva a unos metros, TODO parecía el triple, no me entraba en la mochila, estaba nerviosa y torpe y sentía más sueño que nunca. Oki me ayudaba y yo no podía retener que guardaba él y que guardaba yo, fue un caos. Cuando subimos nadie parecía enojado y agradecí a mi paranoia que hubiera creado semejante realidad paralela en mi cabeza, porque entonces yo ahora tenía una buena noticias.
Mejor que el precio, la buena onda colectiva y el calorcito del bus, fueron los asientos. Eran como sillones, alcochonados y reclinables. Nosotros veníamos de 15 días en carpa, peregrinación de por medio. Me puse la música en el mp3 y me quedé dormida escuchando música como tanto me gusta hacer (costumbre que me va costando ya tres auriculares rotos en lo que va del viaje, porque parece que los aplasto) y amando ese momento. Al instante siguiente me despertó oki (una vez más) con el cuento de que habíamos legado, que nos habíamos pasado y estábamos en el taller de la empresa y que mi celular no paraba de sonar. Fue horrible salir de ese sueño divino que estaba teniendo con una canción hermosa, para tener que hacerme cargo de mi mochilota toda mal armada y pesada, de encontrar la terminal y de los 500 mensajes de los chicos contándonos todos sus contratiempos y preguntándonos dónde estábamos que había recibido al entrar en la ciudad. Llegamos a la terminal y encontramos a los pos antes de que pudiera siquiera contestar un mensaje.
Nos abrazamos, nos besamos, gritamos, saltamos, alguno de nosotros le pisó un bulto a una chola y casi se arma. Fuimos a dejar las cosas a un lugar que habían encontrado los chicos donde todas las mujeres que se dedican al negocio de pasar ropa usada por las fronteras se reunían. Era un rectángulo como de tres por seis, había fácil 40 mujeres con unos bolsones enormes (muchas cholas pero no todas), una que dirigía, contaba prendas y pagaba y su hijo (único hombre hasta que llevamos nosotros) que oficiaba de perrito faldero. La dueña del negocio es esa, dijo pum que por estar medio deshidratado de lo apunado que estaba no se movía de la sala hacía rato; es una chola devenida en manta polar, y fue genial. Una vez más, cada uno contó su versión de las horas que habíamos pasado separados y nos felicitamos por el reencuentro. Ahí empezaba la odiada tarea, después de todo lo que habíamos pasado durante el día, de ver cómo eran los hospedajes de uno u otro lado de la frontera y decidir donde pasábamos la noche y ver cómo hacíamos con el cambio.

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