Los
dos pos (sr. Mon y Pum) se fueron a conocer Humahuaca antes de la fecha
pactada para cruzar juntos la raya. Oki y yo no nos podíamos mover,
porque esperábamos él una encomienda de su mamá y yo mi mochilota con
todas mis cosas que les había dejado a mis amigos en Tucumán, pensando
que regresaría luego de hacer Catamarca. La caja de oki llegó con apenas
unas horas de retraso y la mía tardó casi un día más, porque en la
terminal de Tucumán se tomaron todos los feriados de semana santa,
incluyendo el sábado, cosa que para mí hasta ese momento era impensable.
Asique pasamos toda esa tarde comiendo los exquisitos huevos de pascua
que había mandado la mamá de oki, mientrsa yo inventaba sin para
historias sobre una alergia gravísima que tenía, para conmover a la
gente de la terminal y que convencieran a los choferes de que
despacharan mi mochila con la medicación y la pomada cuanto antes.
Finalmente llegó como cuatro horas antes de lo previsto, pero a las
cuatro de la mañana, por lo que no la tuve como hasta las diez como me
habían dicho. Igual aprovechamos el tiempo en despedirnos de amigos,
sobre todo de zipo, otro cordobés chuleadazo que había acompañado a oki
en la primera parte de su viaje. Ninguna despedida termina temprano y
esta no fue la excepción, aunque ya teníamos ganas de estar en un lugar
diferente desde que habíamos bajado de la peregrinación y habían
empezado los feriados de semana santa.
Como si los pos lo
hubieran intuido, dos segundos antes de abandonar el histórico camping
del gran tilcara, nos empezaron a llover al celular listas detalladas de
las pertenencias que se habían olvidado y los posibles lugares donde
las encontraríamos. Asique, como si esos cinco días de demora no me
hubieran puesto lo suficientemente intranquila por la encomienda que
venía con mi compu, mi pasaporte y mis dólares, además de todas las
otras cosas, demoramos veinte minutos más en el operativo repatriar los
objetos perdidos de los pos.
En la terminal me reconocieron y
me preguntaron por la alergia, ahora me la curo seguro les dije y
aproveché para pedirles que me dejaran pasar a su oficina a buscar la
pomada y ponérmela. Desesperada y dormida como estaba encontré todo en
cinco minutos y redistribuí lo necesario, sin permitirme buscar el
perfume que tantas ganas tenía de ponerme. Estábamos apurados porque
teníamos que llegar a la quiaca esa tarde y yo había convencido a oki de
llegar a dedo.
Nos plantamos en la estación de servicio y
contrario a mi pronóstico tardó más de dos horas un camionero en
llevarnos. Como en casi todas mis experiencias, nos levantó el mejor que
nos podía tocar. Era un boliviano que había vendido el lote que había
heredado y vivía en argentina hacía más de veinte años. Se había
comprado un camión que él mismo manejaba y aprovechaba para viajar y
conocer. Amo los camiones, si fuera por mí me movería sólo en ellos pero
a veces no sale, le conté. A él también le encantaba llevar gente,
porque le gustaba la vida de los viajeros y se arrepentía mucho de no
haberse animado a hacerlo cuando se fue de Bolivia. Eran otras épocas,
muy peligroso y no lo hacía tanta gente, me contó. Además nos explicaba
todo, la agricultura y economía de la zona. Yo le conté la misma
historia que le contaba a todo el mundo, cuando en mi primer viaje a la
región me ofrecieron milanesa de llama como plato típico y me horroricé,
y una chola muy irónica me preguntó si comía las empanadas de carne del
mercado y cuántos kilómetros hacía que no veía una vaca. Se cagó de
risa como todos.
El peor dedo de mi vida, el único medianamente
malo, había sido hacía un mes aprox, con mis amigos los tucus desde tafí
del valle a amaicha. Después de esperar más de tres horas al mediodía
con el sol del altiplano achicharrándonos toda la piel y eufóricos de
insolación,
un viejito lleno de pelo blancos en la cabeza y brazo y acento anglo,
había parado su auto importado para preguntar para que lado quedaba
cayafate. Yo le había indicado y mangueado, obvio. Medio desconcertado
dijo que sí y subimos (como no puede ser de otra manera con todos
nuestros petates desparramados y dos músicas distintas en dos celulares
distintos en las manos). El señor nos miraba sobresaltado y asustado.
Apagamos las músicas y se empezó a escuchar una como de misa que era la
suya. El camino estaba lleno de curvas, subidas y bajadas y nos dijo que
nos pusiéramos el cinturón de seguridad porque el peligroso y una vez
él había tenido un accidente gravísimo. Y nos empezó a contar la
historia, toda tétrica y macabra de cuando se le había muerto la esposa
en ese accidente gravísimo. Lento, pausado, transpirado y macrabo. A
nosotros nos daba risa porque estábamos bastante insolados, pero igual
advertíamos su energía densa. Cada vez que había una curva se
desintonizaba la emisora y hacía la música religiosa más tipo fúnebre.
Lo peor fue cuando contó que le había puesto gas al auto importado y no
tuvimos más dudas de que estábamos en manos de un desequilibrado. Cada
vez que la tucu y yo, que íbamos atrás, nos movíamos o nos decíamos
algo, él disminuía la velocidad, se daba vuelta para mirarnos a ver qué
hacíamos. En las bajadas apagaba el motor, porque creería que así
economizaba. Cuando se empezó a quedar sin gas, en vez de pasarlo a
nafta, siguió prendiéndolo y apagándolo hasta llegar a una estación. Al
tucu le contó la historia de su vida y de qué mal la había pasado en
todas las enfermedades que había tenido, porque era hombre, motivo por
el cual el tucu se convirtió en su defensor cada vez que la tucu y yo
nos acordábamos y nos cagábamos de risa. Las demás todas buenas
experiencias, como la de este señor que nos fue contando sobre Bolivia
mientras nos acercábamos a ella.
Nos dejó en un cruce entre
nuestra ruta y la que lo llevaba a su mina de carbón. Pero antes nos
habñló maravillas de Potosí (su ciudad) y del tío, que es quien acompaña
y protege a los mineros que lo tributan. Nos contó que la primera vez
que había vuelto a saludar a su familia, una noche vio una luz dorada
vertical, desde el piso hacia arriba en el cerro y se asustó. Al día
siguiente contando y preguntando, le habían dicho que era un señal del
tío, que lo había elegido para mostrarle donde había oro, que sólo él lo
veía; que debía ir con su tributo (chupi y coca) dejárselo y poner una
señal, al día siguiente ir solo y sacar el oro. Nuestro amigo manifestó
que ni en pedo entablaba amistad con el diablo y mucho menos por su oro,
asique nunca más había mirado ese cerro de noche. Yo estaba más que
maravillada con semejante historia y quise ver que le pasaba a oki, pero
este estaba inmutable detrás de sus anteojos, miré por abajo y dormía
el culeadazo. Nos despedimos, yo le quise regalar una de las billeteras
recicladas que hago o un dibujo en agradecimiento, pero ni aceptó ni me
dejó que se los enseñe siquiera.
Varados en tres cruces
estuvimos fácil cuatro horas, odiados, en frente del puesto de gendarmes
que revisan a todo el mundo que toma esa ruta en una u otra dirección
(desde o hacia Bolivia). Nosotros fuimos un caso especial y creo que los
desconcertamos. El camión nos dejó a unos metros hacia la derecha
paralelo a su puesto y de alli caminamos hasta dos o tres pasando su
puesto y creo que no supieron si les competía revisarnos o no, por eso
no nos dejaban de mirar. Yo me acordaba la primera vez que había estado
en ese control con mi amiga la fotógrafa de pelo fuxia y del gendarme
que se le había dado por revisarle uno por uno sus miles de rollos
mientras se hacía el simpático; y agradecía la confusión y nuestra
libertad.
Cuando empezamos a vivir la hora número cinco sin que
nadie nos levante en esa ruta desierta para llevarnos a la quiaca, le
informé a oki que ya estaba harta, que iba a sacar mi perfume y jugar un
poco con las cosas que había estado esperando. Oki asintió y abrió su
mochila también. Yo encontré mi perfume y él encontró el de él,
boludeamos un rato y los intercambiamos, ambos nos pusimos los dos
mientras los gendarmes nos
miraban y buscaban algo para decirnos.
Ya nos habían hecho cambiar de lugar dos veces y a mi me habían dicho
que me sentara más alejada de la ruta. Con oki planeábamos trampas para
matarlos sin dejar huellas. Después del perfume saqué los libros,
después los lápices de colores y el cuaderno de dibujar, cuando me
aburrí las dos remeras para hacer cambio de vestuario si quería; me
sentí transpirada y desarmé toda la mochila hasta encontrar las
toallitas húmedas de limpiarle el culo a los bebes, me lavé la cara con
eso y le ofrecí una a oki que le encantó la idea. Solo cuando me faltaba
sacar de la mochila las ojotas, la toalla, el snorkel y la hamaca que
llevó para cuando llegue al caribe y quizá la pollera hindú, a lo lejos
se vio un micro. Lo paro? Dijo oki, ansioso por irse. Yo pago diez le
dije, e incrédula de que iban a hacer semejante descuento empecé a
guardar con toda la paciencia del mundo; era como si jugara a que nos
iban a descontar tanto y llevarnos después de cinco horas de nada. En
menos de un minuto me hizo seña de que nos íbamos, y yo tenía todo TODO
TODO TODO desparramado, que con el pánico esénico, la gente que apuraba
desde arriba, los choferes que estarían cansados y querían llegar, los
gendarmes que miraban, el bus estacionado en el medio de la ruta, la
curva a unos metros, TODO parecía el triple, no me entraba en la
mochila, estaba nerviosa y torpe y sentía más sueño que nunca. Oki me
ayudaba y yo no podía retener que guardaba él y que guardaba yo, fue un
caos. Cuando subimos nadie parecía enojado y agradecí a mi paranoia que
hubiera creado semejante realidad paralela en mi cabeza, porque entonces
yo ahora tenía una buena noticias.
Mejor que el precio, la
buena onda colectiva y el calorcito del bus, fueron los asientos. Eran
como sillones, alcochonados y reclinables. Nosotros veníamos de 15 días
en carpa, peregrinación de por medio. Me puse la música en el mp3 y me
quedé dormida escuchando música como tanto me gusta hacer (costumbre que
me va costando ya tres auriculares rotos en lo que va del viaje, porque
parece que los aplasto) y amando ese momento. Al instante siguiente me
despertó oki (una vez más) con el cuento de que habíamos legado, que nos
habíamos pasado y estábamos en el taller de la empresa y que mi celular
no paraba de sonar. Fue horrible salir de ese sueño divino que estaba
teniendo con una canción hermosa, para tener que hacerme cargo de mi
mochilota toda mal armada y pesada, de encontrar la terminal y de los
500 mensajes de los chicos contándonos todos sus contratiempos y
preguntándonos dónde estábamos que había recibido al entrar en la
ciudad. Llegamos a la terminal y encontramos a los pos antes de que
pudiera siquiera contestar un mensaje.
Nos abrazamos, nos
besamos, gritamos, saltamos, alguno de nosotros le pisó un bulto a una
chola y casi se arma. Fuimos a dejar las cosas a un lugar que habían
encontrado los chicos donde todas las mujeres que se dedican al negocio
de pasar ropa usada por las fronteras se reunían. Era un rectángulo como
de tres por seis, había fácil 40 mujeres con unos bolsones enormes
(muchas cholas pero no todas), una que dirigía, contaba prendas y pagaba
y su hijo (único hombre hasta que llevamos nosotros) que oficiaba de
perrito faldero. La dueña del negocio es esa, dijo pum que por estar
medio deshidratado de lo apunado que estaba no se movía de la sala hacía
rato; es una chola devenida en manta polar, y fue genial. Una vez más,
cada uno contó su versión de las horas que habíamos pasado separados y
nos felicitamos por el reencuentro. Ahí empezaba la odiada tarea,
después de todo lo que habíamos pasado durante el día, de ver cómo eran
los hospedajes de uno u otro lado de la frontera y decidir donde
pasábamos la noche y ver cómo hacíamos con el cambio.
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